Imaginar que cada rostro desconocido en la calle despierta en ti una oleada de afecto, una necesidad casi instintiva de acercarte, hablar y abrazar, suena entrañable. Para quienes viven con el síndrome de Williams (SW), esta experiencia es parte del día a día. Esta rara condición genética, que afecta a aproximadamente 1 de cada 7,500 personas, se manifiesta con una combinación muy particular de rasgos físicos, dificultades cognitivas y un perfil de personalidad extraordinariamente sociable, empático y extrovertido.
A menudo descritas como el «opuesto del autismo», las personas con SW poseen un fuerte impulso por conectar con los demás. Tratan a desconocidos como si fueran viejos amigos, sonríen con frecuencia, son conversadores incansables y muestran una amabilidad desarmante. Pero esta disposición tan abierta también tiene su lado vulnerable. Muchos enfrentan dificultades para establecer vínculos profundos y duraderos, lo que puede llevar a la soledad y el aislamiento. Además, su tendencia a confiar ciegamente los vuelve particularmente susceptibles al abuso y al engaño.
Un error genético con grandes consecuencias
El síndrome de Williams tiene su origen en una eliminación accidental de entre 25 y 27 genes en una copia del cromosoma 7, debido a un fallo durante el proceso de recombinación genética. Entre los genes perdidos está el ELN, responsable de producir elastina, una proteína esencial para la flexibilidad de los tejidos corporales. Su ausencia provoca rigidez en los vasos sanguíneos, dando lugar a problemas cardiovasculares frecuentes entre quienes padecen esta condición.
Otro gen eliminado en el SW, BAZ1B, influye en el desarrollo de las células de la cresta neural, que son esenciales para la formación del rostro y otros tejidos. De ahí que las personas con SW suelan tener rasgos faciales distintivos, como nariz respingona, boca ancha y mentón pequeño. Pero este gen podría también afectar las glándulas suprarrenales, y por ende, la producción de adrenalina, reduciendo la reacción de «lucha o huida» ante situaciones amenazantes. En otras palabras, su predisposición a confiar podría tener raíces biológicas profundas.
En busca del «gen de la sociabilidad»
Entre los principales candidatos para explicar la sociabilidad extrema del SW está el gen GTF2I. Estudios en animales han mostrado que su ausencia se asocia con un aumento del comportamiento social: ratones y moscas sin este gen son más propensos a interactuar con otros, y los perros —que también tienen una variante ineficaz de GTF2I— son mucho más amigables que sus parientes lobos. A la inversa, las personas con duplicaciones de este gen suelen mostrar rasgos del espectro autista.
GTF2I actúa como factor de transcripción, regulando la expresión de muchos otros genes. Su influencia parece extenderse a diversas áreas del cerebro, especialmente aquellas implicadas en el miedo, la toma de decisiones y las interacciones sociales. Investigaciones recientes sugieren que una deficiencia de GTF2I podría reducir la cantidad de mielina en el cerebro —la capa aislante que permite una comunicación eficiente entre las neuronas— lo cual afectaría la conexión entre la amígdala (procesamiento del miedo) y el córtex frontal (decisiones sociales). Así, se debilita la señal que nos hace desconfiar de un desconocido.
Nuevas pistas para tratar, no cambiar
El neurocientífico Boaz Barak y su equipo han identificado no solo alteraciones en la mielinización cerebral de ratones sin GTF2I, sino también problemas en las mitocondrias, las centrales energéticas de las células. Las neuronas, privadas de suficiente energía, no pueden funcionar con normalidad, lo que podría explicar algunas de las dificultades cognitivas observadas en personas con SW. Su equipo también está investigando el uso de clemastina, un medicamento aprobado por la FDA que estimula la mielinización, como posible tratamiento para mitigar algunos síntomas del síndrome.
Por su parte, la neurocientífica Alysson Muotri ha demostrado que las neuronas derivadas de células madre de niños con SW tienen más sinapsis que las típicas, lo que las hace más ramificadas y conectadas. Esto podría aumentar la sensibilidad a estímulos sociales, como rostros o voces, y generar una fuerte liberación de dopamina, el neurotransmisor del placer y la recompensa. Es posible que ver un rostro nuevo encienda en ellos un circuito cerebral de recompensa tan poderoso como para provocar una oleada de afecto espontáneo.
Un delicado equilibrio evolutivo
Estos hallazgos abren nuevas vías para entender no solo el síndrome de Williams, sino también el equilibrio entre confianza y precaución que la evolución ha tallado en el cerebro humano. Ser excesivamente desconfiado puede impedir formar vínculos, pero ser demasiado confiado puede ponerte en riesgo. El papel de GTF2I parece ser el de regular con precisión esa frontera invisible entre la sociabilidad funcional y la vulnerabilidad.
Aunque el SW conlleva numerosos retos médicos y sociales, muchos familiares coinciden en que su ternura desinhibida, su capacidad de asombro y su entusiasmo contagioso son dones que enriquecen a quienes los rodean. Como afirma Barak, el objetivo de la investigación no es borrar esas cualidades, sino ofrecer herramientas para quienes deseen mejorar su calidad de vida. Porque, en un mundo que a veces olvida cómo conectar con los demás, las personas con SW pueden ser un recordatorio vivo de lo que significa mirar al otro con amor inmediato y sin condiciones.